Cortometrajes urbanos 9/Chinatown
Hay un
momento, durante el tránsito diario de las ciudades, en el que las lámparas que se encuentran a la puerta
de los negocios se encienden. Ha sucedido desde siempre, desde que existieron
los primeros poblados. Cuando eso pasa, durante esos meses en que los días se
acortan y oscurece temprano, cierta felicidad se instala en el aire. Esa
felicidad, fugaz como todos los instantes felices, nos convoca, tal como nos sucedió a nosotros una tarde en el exiguo Chinatown de Santo
Domingo.
Eramos
ella y yo en el Barrio Chino, mirando mercancías de colores marcadas con etiquetas
en mandarín. Entrabamos y salíamos de los comercios, ansiosos y al mismo tiempo
felices, tomados de la mano bajo los faroles rojos. Esa ciudad que se encendía
era nuestra y solo existíamos nosotros frente a la fachada Art Deco del antiguo
Cine Max, hoy convertido en iglesia pentecostal y donde ella hizo una foto, a lo
Eggleston, de un solitario predicador que hablaba a tiempo y a destiempo como ordenaba san Pablo. El apóstol de los protestantes
como decían los curas del colegio.
Esa
ciudad fue nuestra aquella prima noche, fue tanto mía como de ella y allí
buscamos cosas para llevar a casa: extraños objetos, aditamentos y pomadas de
dudoso origen que no quisimos. Carteras, zapatos…, piedras brillantes, blimblines chinos, chucherias cantonesas y del delta del Río de las Perlas.
El 18 de febrero es el año nuevo, habrá fiesta en esta calle. Para mí era fiesta esa tarde, Sé que la próxima vez que vea encenderse esas luces ella no estará. Yo recordaré que fui feliz allí.
El 18 de febrero es el año nuevo, habrá fiesta en esta calle. Para mí era fiesta esa tarde, Sé que la próxima vez que vea encenderse esas luces ella no estará. Yo recordaré que fui feliz allí.