sábado, febrero 08, 2014

En el puerto, al caer la tarde

El puerto se anima a esta hora. Mientras limpio las redes miro a los mercaderes y a los patrones de barcos discutir los precios, ajustar los pesos y repartir la paga. En este momento pienso en los tiempos que dirigí una carga de soldados contra un ejército superior al nuestro. Me hice grande con la espada y el escudo.

Después de esas campañas me alejé a otras tierras, fui mercenario al servicio de reyes y señores de la guerra. Atravesé desfiladeros y desiertos. Escalé altas cumbres y vi hombres, hombres mejores que yo sucumbir ante el frío, el hambre y la locura. En oriente visité extraños bazares y frecuenté prostíbulos donde las mujeres cantaban mientras se ayuntaban con los hombres. Conocí adivinos y agoreros, farsantes y estafadores, hijos bastardos de reyes y guerreros.

En una prisión mas allá del Ganges hablé con un asesino cuya cabeza estaba reservada para la espada. La conversación duró toda la noche y al despuntar el alba se lo llevaron. Recorrí ciudades extrañísimas, en una de ellas un hombre con un solo ojo en la frente predecía el futuro. No quise hablar con él, confieso que tuve miedo. Fui discípulo de un hechicero que un día amaneció envenenado. Las autoridades de la ciudad se apresuraron a enterrar su cuerpo que se descomponía rápidamente. Advertido de que ellos mismos habían planeado su muerte, huí vestido de mujer en una carreta cargada de prostitutas que serían vendidas en los mercados de esclavos y burdeles que abundaban en la ruta. Conocí adoradores de dioses crueles que exigían sangre humana continuamente y en un camino un monje sabio y ciego me relató todo mi pasado.


Pero esos eran otros tiempos, hace años que estoy varado en este puerto y diariamente vengo para hacerme a la mar a pescar. A esta hora el puerto se anima y se confunden las lenguas locales con las de los marinos que vienen de lejos, pero ninguna es la lengua en la que aprendí mis primeras palabras.